Anduve mi juventud por su falda, retocé en sus prados, olí sus flores y comí sus fresas, disfruté sin mirar al horizonte.
Durante los años inopes, ella mantuvo una discreta presencia a mi espalda.
Un día o un año cualquiera, despues de mi cuarenta aniversario, completé el periplo, acalorada tras la travesía, me tumbé junto a un riachuelo, a la sombra de un castaño.
Los diosecillos y los duendes andan libres en la Naturaleza, Morfeo llegó con sigilo y acarició mi cara, me llevó en carro de viento por la ilusión del amor.
Desperté sobresaltada cuando mi onirico amante me abandonó, sin más, con veleidad y sin motivo se apoderó de mi, de la misma forma me dejó.
Abrí los ojos.
Apareció majestuosa, recortada contra el cielo azul turquesa del verano.
Un sol de color yema coronaba su cima con delicadeza, cuidadoso de no fundir las nieves perpetuas.
Ella era el reto, debia elegir.
¿Escalar? ¿alcanzar su cima y bajar la otra ladera? ¿ir en busca de otro valle?
He horadado la montaña.
Poco a poco he ido escavando la roca con mis uñas para crear espacio, han sido largos años, lustros de oscuridad, de arañazos y desgarros para vencer el mineral.
No deseaba hacer un tunel, ni atravesarla, al principio quise hacer un agujero, un refugio junto al arroyo, tener un lugar en su inmensidad.
Amo esta belleza, el sonido del agua, de las ramas, de los animales, soy afortunada con el usufructo, quizá sea este el sitio que buscaba.
Con el uso, he ido dotando a la cueva mayores condiciones de habitabilidad, pulí las paredes, trabajé su verticalidad y alcancé el extasis cuando logré abrir una ventana para que la luz entre sólo cuando sea de día.
Como en la canción "...de piedra ha de ser la cama, de piedra la sepultura..."
La celda, mi hogar, es austera aunque suficiente.
Recibo poco.
En la caverna se puede refugiar cualquier caminante o ser, a la celda sólo acceden aquellos que no sienten aspera la austeridad, son mis amigos y tomamos dulces, café, tortilla de patata o pizza.
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